Sánchez-Silva, desde el pensamiento
Enrique de Aguinaga *
Hago memoria, insisto una vez, otra vez, y nada. Que no me sale un articulista mejor que José Maria Sánchez-Silva y García Morales (Madrid, 1911-2002). Lo digo, por supuesto, para mi gusto, sin querer afectar a nadie y admitiendo que soy testigo interesado. Buena parte de los artículos de José Maria los leí antes de que se publicaran, en galeradas y en el estado de devoción personal en que, pasados tantos años, permanezco, al pie de su de su tumba y de su maestría.
Con paradas y repasos, la lectura de un artículo puede consumir cinco minutos. El resultado de lectura tan rápida tiene mucho que ver con el ánimo del lector en esos cinco minutos precisos. Y ese ánimo está impregnado por dos actitudes: la actitud previa respecto al escritor y la actitud respecto a la actualidad en que el artículo se inserta necesariamente.
Sin perjuicio del título y, por ende, de la materia, uno se dispone a leer un artículo desde la firma; uno se dispone a leer un artículo de Sánchez-Silva, desde una predisposición. En cualquier caso, es un artículo de Sánchez-Silva y, sólo por eso, merece ser leído, hay que leerlo. El artículo no es una pieza exenta, sino que está articulado en un todo personal del cual emana. Venero a Sánchez-Silva por sus artículos, como se venera a los santos por sus peanas.
Pero es que, además, en mi caso, tal veneración arranca de una inmersión común en unas mismas circunstancias. No es lo mismo leer ahora «Arenga a los muertos», que haberlo leído, con la tinta fresca, el 29 de octubre de 1945 . O leer ahora «Algo espera a la puerta de la oficina», que haberlo leído al día siguiente del asesinato de Gallostra. Y haberlos leído, mientras que el autor, que estaba a tu lado, podía convidarte a coñac: aquel coñac que, a los aprendices, nos sabía a licor de dioses; aquel coñac primario de la Redacción del diario «Arriba», compartido por Ismael Herraiz, Rafael García Serrano, Antonio Valencia, José Antonio Pérez Torreblanca, Camilo José Cela, Eugenio Montes o Rafael Sánchez Mazas, a quienes también se llama articulistas.
El profesor de Periodismo está obligado a repetir que el artículo lo es porque se articula y se articula, naturalmente, en un conjunto. El articulista Sánchez-Silva ha practicado todas las suertes periodísticas, desde el reporterismo a la dirección, pasando -¿cómo no?- por los talleres, aquellos talleres de linotipias calientes, botijos ennegrecidos y botellines de leche contra el cólico saturnino. De la crónica al editorial, del deporte a la política, Sánchez-Silva ha fregado todas las escaleras del periodismo y ha sido, empujado por su calidad, periodista destilado en articulista y no al contrario, como suele suceder en algunas tarjetas de visita que yo me sé.
No es Sánchez-Silva el articulista que llega al periódico con sus tres folios mecanografiados a doble espacio, sino el periodista que, en los viejos crisoles de la imprenta, donde tanta inteligencia se ha fundido, ha sublimado su articulismo ejemplar, articulado no sólo en la imago mundi del periodismo, sino también en la visión cósmica desde la que siempre, unas veces con humor, otras veces patéticamente, se pregunta por el sentido de la vida y su misterio.
Livingstone renovado, Sánchez-Silva se pregunta ¿qué pasa por el mundo? y se responde con artículos, que en el fondo siempre son artículos de fe, artículos de primera necesidad, en medio de tanto artículo superfluo. Por eso vuelvo al principio, sigo mirando y no encuentro mejor articulista. No es mi caso el de aquel director de un periódico (lo cuenta Eugenio d’Ors) que devolvió un artículo porque no era de actualidad. El artículo se titulaba «Dios».
En el son orsiano («formas que pesan y formas que vuelan»), Fernández de la Mora distingue el cronista, que cuenta, y el articulista, que dice. «¿Me lo dices o me lo cuentas?» era un desplante de otro tiempo. ¡Ay del articulista que «no dice nada» al lector!. Pero, para poder decir, hay que tener qué decir. El que dice sin tener qué decir se queda en dicharachero, especie abundante en el género de los articulistas pródigos, que escriben como quien va a la oficina, como quien va a la fábrica.
El propio Sánchez-Silva recordaba que su padre, también periodista, solía decir que «como la Pardo Bazán escribían todas las criadas españolas». No hay que aclarar el alcance del dicho; pero, de verdad, Sánchez-Silva añadía: «Ya todo el mundo escribe bien… lo que pasa es que muchos no tienen nada que decir…»
En sentido estricto, cuando se pondera de alguien «lo bien que escribe», se pondera más el efecto que la causa. En sentido estricto, en cuanto que la escritura es expresión del pensamiento, habría que ponderar «lo bien que piensa». Habría, sí, que volver respetuosamente a los pupitres escolares con sus definiciones primarias: «Redactar es poner por escrito pensamientos acordados previamente». Tiene que haber un previo acuerdo mental.
Según la definición clásica, el peritus dicendi ha de ser previamente vir bonus. La pericia adquiere sentido desde la bondad. Sin este fundamento, la pericia quedaría reducida a mero artificio, que es lo que ocurre cuando un artículo es sólo literatura, que es lo que ocurre cuando un artículo es efecto sin causa. Hay un mercado de efectos, llamémosle efectismo; pero el artículo esencial es el que dice desde un pensamiento previo, desde una personalidad que está por encima del oficio de escribir artículos. «Brotó enseguida porque la tierra no era profunda; pero, luego que salió el sol, se quemó y se secó, porque no tenía raíces» alecciona la parábola del sembrador (Mateo, 13, 5-6).
Apartado del periodismo diario, en 1957, cuando recibe el premio nacional de Literatura, Sánchez-Silva dice públicamente aquello tan obvio y tan fundamental: antes que escribir, el escritor tiene que pensar. Lo dice quien, ya entonces, tanto había escrito, indígena de la Redacción, y lo dice con sus propios argumentos:
Escribir me lleva poco tiempo y poco esfuerzo. En los años de juventud y periodismo, a fuerza de escribir mucho, siempre y con urgencia, adquiere uno eso que se llama «oficio». Pero cada día tengo más respeto y concedo mayor importancia y horas a lo que debe hacer un escritor, que es pensar.
Como en todo, en el artículo, que es un microcosmos, está toda la vida de uno. No podía ocurrir de otro modo con los artículos y con la vida de Sánchez-Silva. El crítico Dámaso Santos divide los años de coñac y periodismo de Sánchez-Silva en dos planos: un mester de juglaría, en el que están todas las chispas de las urgencias, y un mester de clerecía, «a ritmos contados», en el que están «sus artículos para las grandes ocasiones» .
¿Cuáles son sus grandes ocasiones?. El mismo las descubre: Pienso algunas veces, cuando voy a escribir algo, si ese algo servirá o no los demás, aunque sea en pequeña medida. Cuando llego a la conclusión negativa, lo dejo.
En la gran ocasión del 11 de noviembre de 1959, cuando cumple cuarenta y ocho años, cuando celebra las bodas de plata con la literatura y el periodismo, cuando recibe el homenaje nacional y la Gran Cruz de la Orden de Cisneros, cuando Ramón Gómez de la Serna, Ramón el Grande, desde Buenos Aires, le escribe que «con la palanca de su pluma ha llegado a mover el mundo», Sánchez-Silva hace una recapitulación de su vida y eleva a definitivas sus importancias provisionales:
Me importan cada vez más los otros, los demás. No es ésta una actitud desinteresada: es que «los demás» soy yo, es que yo «estoy en» mi prójimo, es que, cuando me han ordenado amarle a él, sabían que ese amor me salvaría a mí principalmente.
Desde estas raíces se explican las hojas del árbol de Sánchez-Silva, su tendencia a utilizar para sus artículos la forma de carta, de mensaje expresamente dirigido a otro. En la frondosidad de sus títulos, «el otro» es una presencia permanente, como destinatario particular y universal al mismo tiempo, en la llamativa variedad de sus cartas: «Carta de un niño a Dios», «Carta a las madres», «Carta a ‘Arriba'», «Carta abierta al general Casinello», «Carta a mi mujer», «Carta al cine», «Carta del amor hecho», «Carta a mí» ….
Para las generaciones de la guerra, «el otro» es el que está enfrente. Por eso, entre los artículos de Sánchez-Silva, tengo una devoción preferente por «Arenga a los muertos», que se puede catalogar como poema, que, por encima de las catalogaciones, considero artículo de prueba, artículo esencial, y que, a modo de reliquia, conservo en su papel original, quebradizo y reseco, impreso a toda plana, página señera de contraportada, doble que los formatos hoy habituales, como un bando mural, con una gran ilustración central y lujo de capitulares, en letra bodoni del cuerpo 14.
Hay que pensar que la arenga está escrita en una doble y numantina posguerra, española y mundial, de combatientes que apenas han tenido oportunidad de dejar de serlo, de victorias en alto, de gloriosos entierros, de «ellos y nosotros», de silencios profundos. Y Sánchez-Silva invoca, no a «los mejores», sino a todos los muertos, al universo de los muertos, precisamente en «Arriba», precisamente el Día de los Caídos.
Ahí están las raíces, ahí está la articulación de Sánchez-Silva, ahí está «el artículo de las grandes ocasiones», ahí está el pensamiento hecho letra, ahí está el todo que justifica los fragmentos. Lo viví directamente, en la conexión de los cinco minutos estremecidos. Lo sigo viviendo y, por eso, lo declaro con reconocimiento de causa.
Me gustaría ayudar a que esto se comprenda, también desde la distancia. Hay tanta prisa, tanta simplificación. Se dicen tantas naderías, se cuentan tantas historias, como si la inteligencia no estuviera por encima de las censuras administrativas y de las lentejas de racionamiento, como si nadie pudiera librarse de esta especie de «mili» de castañas pilongas a que nos obligan, como si estuviera prohibido elevarse sobre el corro patatero, como si el decreto del «pensamiento único» se hubiera publicado en el Boletín Oficial del Estado. En el mismo año de la «Arenga», Sánchez-Silva, braceando río arriba, había escrito otro artículo titulado «Salvemos nuestras almas» .
Cuarenta años después, escribe sobre la dedicatoria de un libro. No es frecuente en sus artículos tanto entusiasmo expreso: en la bibliografía de los antecedentes y consecuentes de la guerra, no hay otra dedicatoria mejor, ni siquiera comparable. «Yo la esculpiría en mármol» dice. El libro, «Funcionario republicano de Reforma Agraria y otros testimonios», es del editor de José Maria, de José Ruiz-Castillo, que lo dedica con esta palabras: «Para los amigos a los que se les hizo perder o ganar la guerra».
Se ve en sus artículos: Sánchez-Silva se afana en una permanente operación de salvamento, en una permanente salvación de sí mismo. Desde su infancia desarbolada, que ha contado sin recato, tan crudamente, Sánchez-Silva se ha ido salvando paso a paso y, como él mismo dice, «ha ido fracasando con enorme éxito» .
Otra idea articulada por Sánchez-Silva es la idea de la pobreza, sobre todo, de la pobreza de espíritu, de la pobreza de los poseedores del reino de los cielos (Mateo, 5, 3). Pobres son «los tontos de agosto», que inventó en un artículo proverbial. Pobres deberían ser los descubridores de la Luna, según propuso en el artículo que mereció el premio «Mariano de Cavia». En el fondo, la pobreza como redención:
Ahora está de moda haber sido pobre. No está de moda ser pobre, claro; pero si haberlo sido. A todos cuantos se envanecen de esta condición, por lo común involuntaria, les recordaré de una manera «profesional» que lo importante no es dar limosna, sino que se la den a uno cuando la pide, porque es en la generosidad ajena, justamente, donde uno aprende que el hombre en verdad existe.
Un día, «con profunda gratitud», escribe una carta a todos los maestros españoles:
Un antiguo niño, sin bachillerato ni universidad, quiere daros hoy las gracias porque vosotros le abristeis todos los caminos que luego anduvo. Vosotros le enseñasteis a amar a Don Quijote, a conocer a Robinson, a maravillarse con Gulliver y con Andersen. ¡Gracias! Yo sé que sois pobres; pero vosotros debéis saber que, sin ser pobres, jamás podríais hacer la obra que hacéis.
Otra idea, o la misma, articulada por Sánchez-Silva es la idea del amor sin apellidos. El descubrimiento, que hace de niño, en los desmontes de las Vistillas, es una feroz novatada para toda la vida. Al niño le había parecido que un hombre y una mujer estaban luchando, en el suelo, en un hoyo nocturno. Es brutal este comienzo pero también, empezando así, se aprende a amar para siempre, porque el amor no se hace, porque el amor no sólo existe ya, sino que es la existencia misma y la razón de ser.
Otra idea, o la misma, articulada por Sánchez-Silva es la idea de Dios. Tenemos que volver a aprender, todos los días, que Dios está en todas partes, en todo Sánchez-Silva y en todos sus artículos. Aunque no hubiera escrito «Marcelino», «El hereje», «Adán» o «Jesús creciente», en todos sus artículos rezuma. A los niños de los colegios municipales, en unas vacaciones de Navidad, se lo explicó:
Los hombres creemos ser tan listos porque inventamos grandes cosas: el teléfono, la radio, el automóvil, la navegación aérea… Muy bien.. Pero yo me digo: ¿y la cebolla? ¿Quién ha inventado la cebolla, la naranja, el clavel, la estrella, el caracol, la pantera, la lluvia, la montaña, el mar? ¡Caramba, tan listos como somos y todavía no podemos fabricar una simple patata! Por eso creo en Dios.
Vaya con Dios, José Maria Sánchez-Silva y García Morales.
* Enrique de Aguinaga es periodista, profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Editorial de Sala de Prensa. Es, además, profesor del Master en Periodismo de ABC (Convenio Universidad Complutense-Prensa Española, del que es fundador y fue su director entre 1988 y 1997), profesor extraordinario de la Universidad San Pablo-CEU, cronista oficial de la Villa de Madrid, presidente del Instituto de Estudios Madrileños y miembro de número de la Real Academia de Doctores. Este texto fue publicado originalmente en La Razón, el 5 de febrero de 2002, y fue remitido por el autor para deleite de SdP.